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Instantáneas del culto de los... suizos Corrientes anabaptistas Anabaptist Currents: History in Conversation with the Present Conversación IV — El culto anabaptista (1) Instantáneas del culto de los anabaptistas o menonitas «suizos» Durante mi niñez y juventud adoraba en una congregación misional menonita en un emplazamiento rural de la parte oriental de Pennsylvania. Allí vivíamos una imitación de las rutinas de las iglesias locales más grandes y tradicionales de la «Conferencia de Franconia» que fundaron la nuestra. En 1949, con diecinueve años de edad, me trasladé a una misión urbana y fui ordenado al ministerio de la misma con veinte años, permaneciendo allí durante siete años. Allí adorábamos con coritos para niños y cantábamos del himnario no denominacional Triumphant Service Songs. Hasta ese momento nunca había reparado en tal cosa como «un legado anabaptista», aunque sin duda encarnábamos algunas reminiscencias del mismo. Entonces, durante varios años, asistí a la Iglesia Memorial en Harvard Yard. Fue un encuentro intenso: oír predicar al afamado George Buttrick, intentar relacionar de alguna manera coherente esta elocuencia impresionante con nuestras experiencias en un salón alquilado de misiones urbanas, procurar hallar algún tipo de mutua influencia entre ambas cosas. El caso es que en Harvard oímos toda una procesión de predicadores estrella: Martin Luther King, Jr., James McCracken, Reinhold Niebuhr, Ralph Stockman, Paul Tillich, etc. Daba un peso añadido a la mañana el escuchar al presidente de la universidad Nathan Pusey, cuyo retrato figuraba en una portada reciente de la revista Time, leer la lección del Antiguo Testamento. Oír cantar ese coro maravillosamente afinado y ensayado nos iba llenando de expectativa, que se acrecentaba con la lección del Nuevo Testamento y culminaba cuando el predicador ascendía al púlpito. Las personas se acomodaban en sus bancos, sabiendo que lo que ahora tocaba iba a ser muy bueno. Y siempre lo era: estimulante, de miras amplias, incisivo, sensible, al día. Treinta años más tarde, todavía recuerdo algunos de aquellos sermones. Todo sucedía en el plazo de tiempo asignado y salía a la perfeccíon. Después de la bendición final, la congregación (normalmente lleno a tope el templo) desaparecía con una rapidez que dejaba desorientado a una persona de trasfondo menonita. En la asamblea de los Menonitas del Antiguo Orden o de los Amish o de los Hermanos, nadie se marcha a toda prisa en cuanto acaba; los niños se escurren pero los adultos tardan un poco en llegar hasta el final del banco, saludando a diestra y siniestra; luego van saliendo poco a poco, siempre en conversación, en grupitos y corros. Pero en esta congregación en Harvard la congregación parecía desaparecer en un instante, como por arte de magia. Como mi esposa y yo no teníamos el hábito de marcharnos tan rápido, siempre acabábamos siendo los únicos en llegar a la puerta. Un domingo escuché una conversación animada mientras salíamos, como si algo todavía estuviera pasando. Llegando al atrio descubrí un fenómeno que me resultaba familiar: un grupo de menonitas (de la región de Boston) estaban «visitando». Para ellos, el «culto» no había acabado de terminar hasta que hubieran restablecido su comunión fraterna, completando así lo que significaba para ellos «congregarse» o «reunirse». Esta manera de entenderlo sin lugar a duda nos deviene de la época y los valores de los anabaptistas. Otro momento insólito de culto que tiendo a recordar sucedió entre una colección de turistas que visitábamos la «Cueva anabaptista» en la parte oriental de Zúrich, Suiza. Siempre impresiona —o emociona— estar ahí y entonar el viejo himno «Fe de nuestros padres» con otros que comparten nuestras raíces anabaptistas. En este caso, la impresión fue tal que los guías del grupo de turistas sintieron que teníamos que celebrar la «comunión» en aquel lugar tan próximo a lo sagrado para nuestra identidad espiritual. Como no me gustaba la idea de la comunión como emoción, como un tipo de bendición añadida, al principio protesté que no me parecía apropiado. Recordaba mis años viviendo en un pueblo de la Nueva Inglaterra donde celebraban la comunión en el Desayuno de Hombres, porque era el único momento del año, junto con la Navidad y el Domingo de Resurrección, que esos hombres se veían en la iglesia. Al celebrar la comunión en el Desayuno, podían asegurarse de tener esa experiencia sin la intromisión de conceptos como el compromiso o la unidad. Con mi manera de entender la espiritualidad, la comunión en una cueva me parecía un preciosismo innecesario. En mi tradición, daba por sentado lo que el obispo Benjamín Eby, de Canadá, dijo en 1840 que «nunca debe omitirse»: una investigación previa a la comunión, sobre el estado real del pacto fraterno entre los miembros de la congregación. A pesar de todo, al final cedí, con cierto pesar, así como he cedido en cuanto a muchos otros aspectos de la vida eclesial moderna. (La única pareja que casé, que insistió y consiguió que celebráramos la comunión durante su boda —que fue en un magnífico templo de estilo gótico— fue la que menos tardó en divorciarse.) De manera que celebramos, al fin, esa comunión en la cueva, lo cual «impresionó» mucho y trajo lágrimas a los ojos de algunos. La impresión fue tal que nos pareció una pena que algunos de los más ancianos del grupo, que no habían podido bajar a la cueva y se tuvieron que quedar en el autocar de los turistas, se lo hubieran perdido. Alguien propuso que se pusiera remedio al asunto y cuando nos acomodamos en el autocar, hicimos una «pausa» para servirles el pan y vino sobrante. Cuando el líder del grupo fue hasta el fondo del autocar con «los elementos», la mayoría no podíamos ver lo que sucedía. Sin embargo, entre aquellos cuarenta o cincuenta turistas alborotados, repentinamente descendió un profundo silencio. Lo único que se podía oír fue, tal vez, el cencerro de alguna vaca suiza que pacía en una pradera próxima. El silencio se hizo incluso mayor y siguió así, mientras tardaba lo que parecía una eternidad en suceder lo que estaba sucediendo en el fondo del autocar. La intensidad y duración de esa quietud hablaba claro: Esta no era una ocasión para preocuparse por el tiempo. Esta es una ocasión donde no se hacen bromas ni chistes. Podemos bromear sobre prácticamente cualquier cosa —incluso sobre la quema de nuestros mártires— pero jamás haremos bromas en la presencia de los símbolos del Centro de nuestra fe. Estamos incluyendo a estos miembros del grupo de turistas, porque ellos son tan importantes para nuestra comunión, como lo son los jóvenes atléticos que gozan de fuerza y agilidad para descender hasta la cueva. Recuerdo ese silencio tan profundo, consciente y claro en su significado, como una especie de paradigma. En comparación con la tradición eclesial mayoritaria, fue frecuentemente lo que los menonitas no tenían, lo que más hablaba sobre quiénes era, o sobre aquellas cosas que les costaba expresar en palabras. La propia carencia obligaba, honestamente, a tener que esforzarse por imaginar el cuerpo y la sangre de Cristo. Participábamos aunque sin ninguna evidencia visual (mirando todos hacia el frente del autocar); el propio silencio era indicación suficiente de lo que estaban haciendo allí atrás. Aunque no se había preparado ningún «culto» ni «liturgia» para el momento, el sentimiento de participación estaba intensamente presente. Desde luego, esa carencia no es tan extrema como la que practican los cuáqueros. Nosotros no somos tan místicos como para llegar a eso. ¿De qué manera sienten los anabaptistas/menonitas, la intensidad de un hoc est corpus meum? ¿Para ellos, donde se produce, sensiblemente, el encuentro entre el tiempo y la eternidad? ¿En qué momento de su «liturgia», por informal que ésta sea, se oye el tintineo de una campanita? Tradicionalmente, no es en una cascada de entusiasmo ni en expresiones milagrosas de traspasar los límites, sea esto con elocuencia o con «hablar en lenguas». Antes bien, es al hacernos conscientes y compartir en un sentimiento común de la presencia y de la palabra de Cristo, en una comunidad reconciliada y reconciliadora. Daré forma a mis observaciones con dos himnos que han sido aceptados comúnmente por los menonitas (en el caso del segundo himno, es popular entre los Hermanos también). El uno viene de la experiencia temprana y el otro es mucho más reciente. En ambos casos son expresión clara de lo que viene a ser el culto cristiano. Ambos himnos vienen de los Países Bajos. El primero lo escribió hacia el año 1660 un pastor menonita de origen alemán; el otro lo escribió un sacerdote católico en 1968. Para referirse a la experiencia de culto y adoración, el primer himno habla de «esta hora»; el segundo, de «este lugar». O Gott Vater, wir loben dich [1]
Oh Dios, Padre, te adoramos [2] ¿Por qué? Dasz du O Herr so gnädiglich, que tú, oh Señor, con tanta gracia Renovar, es decir, a tres niveles: Nueva en Cristo, nueva en la renovación histórica de la Iglesia Cristiana y nueva cada vez que tenemos el privilegio de reunirnos en el nombre de Cristo. Und hast uns Herr zusammen gführt, Y nos has conducidos juntos hasta aquí Esto es lo que esperamos, por esto nos reunimos en culto: para recibir exhortación, tal vez incluso advertencia, conforme a la Palabra. Es el encuentro con la Palabra en la asamblea lo que recibe énfasis. Öffne den Mund, Herr, deiner Knecht, Abre la boca de tus siervos, oh Señor, Lo que se está por oír no es ni académico ni teológico ni sacerdotal; es sobre lo que supone vivir rectamente. El mismo pensamiento de que podamos recibir tal instrucción es el gozo del encuentro de la Palabra. Ob unserm Hertzen auch Verstand, Danos entendimiento al corazón, Danos tu palabra para que podamos vivir rectamente. No sé si esto te suena más a ley que a gracia, pero tal cual lo concibe el autor, es algo que produce inmenso gozo. Gozo en la Palabra, compartido por toda la congregación. Y como observaré más adelante, el tema del gozo se repite temáticamente a lo largo de todo el Ausbund. Dein O Herr ist das Reich allein, Sólo tuyo, Señor, es el reino, Un ex-Amish me cuenta que cada vez que oye entonar ese himno a la manera Amish, se echa a llorar. Aunque prefiere ser un Menonita y no un Amish, tiene este himno grabado poderosamente en su corazón. Cuando escuchamos entonar los himnos de los Amish, atravesamos un portal en el tiempo. Nos lleva más que sólo unos minutos descifrar qué es lo que está sucediendo allí. El otro día estuve con un grupo de los Old German Baptist Brethren (Antiguos Hermanos Bautistas Alemanes), llamados frecuentemente Dunkers. Siempre cantan al empezar sus reuniones y lo hacen a esta misma usanza, con extrema lentitud —aunque en inglés. He llegado a conocer a algunas de estas personas por sus visitas anuales a nuestra comunidad, donde visitan algunas de sus raíces Dunker americanas, y frecuentemente me piden que les haga de guía de la región. Al escuchar esta última vez, entonaron el antiguo himno «Oh God, our help in ages past» («Nuestra esperanza y protección…»). Cuando el ritmo del himno parecería exigir que los que lo cantan emprendan una marcha vigorosa, se resisten a ello hasta que el impulso a correr pierde control sobre ellos. Sólo entonces, cuando han conseguido definir el ritmo del himno como uno de paciencia y no de insistencia, avanzan con el resto de la melodía. Asimismo, adaptan la propia melodía conforme a sus propios principios. Al final de la frase: «From everlasting thou art God» («…desde toda la eternidad tú eres Dios»), la melodía original hace una pausa en un tono ascendente (un si) que exige resolución armónica. Pero en lugar de hacer eso, los Dunkers bajan la melodía a la nota sol, donde puede descansar como una afirmación o un reconocimiento propio: «Tú eres Dios» —que no necesita nada que lo complete. No deja la idea abierta, no deja nada en duda. La melodía sencillamente vuelve a descender y allí descansa. El efecto es uno de expresar resignación en lugar de hacerse preguntas. No es que esté recomendando esta tendencia a cambiar las melodías y los ritmos para comunicar siempre un mismo sentimiento. Lo que estoy diciendo es que al hacer esto los Dunkers, se están reafirmando en una declaración sentida. De esa manera de cantar, no resultaría descabellado descifrar ciertos valores residuales entre los pietistas y anabaptistas que, contra toda probabilidad cronológica y cultural, siguen perviviendo en los diferentes grupos «del Antiguo Orden» hoy día. Hasta hace bien poco, en el índice de contenidos de la mayoría de los libros sobre historia menonita, venía poco o nada en el apartado de «culto». Pero ahora hay mucho. Por siglos, las formas y el contenido del culto de los menonitas era algo que se sobreentendía, que no hacía falta debatir ni analizar. Así, cuando como un novato en el ministerio pastoral hace años un pastor anglicano me preguntó acerca de nuestra forma de celebrar la Eucaristía, yo le respondí que para nosotros las formas no eran de interés. Lo que nos interesaba, al contrario, era saber si estábamos o no preparados adecuadamente para recibir la comunión. Recuerdo su desilusión palpable al oír mi respuesta. Aunque él se me había acercado para hablar de algo que a él si «le interesaba» respecto a los menonitas, mi comentario le hizo pensar que no nos tomábamos con seriedad algo que para él era importante. Quizá yo tendría que haber empezado por intentar describir lo que se ha tachado de «sacramentos rituales y liturgias implícitas» [3] de los menonitas en su culto. Es importante en relación con esto, los nombres que los menonitas de América han puesto a los edificios donde se congregan. Hacia 1720 los de Skippack, justo al norte de Philadelphia, construyeron lo que en determinada época llamaron una Vorgader Housz. No importa cuál fuera la ortografía correcta del término, aquí observamos unos claros indicios de la lengua bajoalemana. En el dialecto conocido como «alemán de Pennsylvania» que fue predominante durante dos siglos, se trasmite la misma idea: Versammlinghaus. La idea que comunica no es nada más que la de una reunión. No llega siquiera a ser una Bethaus (casa de oración) —un término empleado a veces por menonitas alemanes de tendencia pietista. Desde luego, no es una Kirche, una «iglesia». Los que van a iglesias son los mundanos. La «iglesia» es donde se usa el nombre de Dios sin la exigencia del discipulado de cargar con la cruz. «Iglesia» es donde el gobierno y la fe de Cristo han llegado a ser un híbrido desesperante. De la «iglesia» vienen la persecución y las dificultades. «Hace años que no voy a la iglesia —dijo una anabaptista suiza anciana— y no pienso empezar a ir ahora». «¿Y qué iba a querer buscar yo en ese montón de piedras?» —preguntó otra. Hasta el día de hoy los Amish no van a la iglesia. Aunque sí se reúnen para adorar. La señal que indica la pequeña «iglesia escondida» de Pingjum en Frisia, la localidad donde Menno se inició en el sacerdocio católico, reza: «Mennos Vermaning» (El lugar de exhortaciones de Menno). Aquí también el significado es funcional. La gente acudía a este edificio que según las leyes del país tenía prohibido parecerse a las iglesias; y venían no para recibir sensaciones de «culto» sino exhortaciones e instrucción de «lo que conduce a una vida recta». En el Condado de Lancaster, Pennsylvania, el término empleado durante generaciones por los Menonitas fue G’mayhouse, una locución del dialecto alemán de Pennsylvania equivalente a Gemeinde Haus en el alemán culto. Eso significa sencillamente «Casa de la comunidad», es decir, una casa perteneciente a la G’may —la congregación o la comunidad de fe. Y de hecho, el salón de reuniones de Lancaster era fundamentalmente una casa grande, con su estufa de leña, mesa e incluso una Küch (literalmente la cocina, aunque venía a ser una antesala a la entrada del edificio). Cualquier cosa que fuera más que esto arquitectónicamente, como ser un púlpito (alzado o no sobre unos peldaños) o una gradería de acceso que dejara el edificio por encima del nivel de la calle, estaba mal visto como seña de identidad de las «iglesias altas». Hoy día la arquitectura eclesial de las iglesias menonitas y de Hermanos en Norteamérica resulta menos clara e incluye cualquier cosa desde salones de reuniones al estilo de los cuáqueros, hasta edificios con aspecto de fortaleza militar que declaran que ahora los menonitas se encuentran entre los cristianos burgueses de América, a la par con los metodistas y los presbiterianos. Ahora se oyen palabras como «santuario», «vestíbulo» y «altar». El proceso por el que una iglesia menonita acaba poniendo una cruz en la pared detrás del púlpito, tiene muy poco que ver con los énfasis menonitas y mucho con la iniciativa de algunos miembros que consideran que ya es hora de que esto parezca más una iglesia. La explicación que se dio en un caso fue que la cruz había sido donada por un señor en memoria de su difunta esposa y que nadie en la comunidad había querido herir sus sentimientos, cosa que hubiera sucedido si se hubiera rechazado la donación. Algo parecido sucede en cuanto al campanario en la iglesia nueva de una comunidad hasta entonces tradicional. El presidente del comité de construcción había querido que la construcción luciera un campanario; y como padecía de cáncer terminal los demás miembros, a pesar de preferir lo contrario, habían aceptado sus ideas cuando se habló con el arquitecto. Algunas afirmaciones tempranas relacionadas con el culto La archiconocida carta de Conrado Grebel a Tomás Müntzer, de septiembre de 1524, escrita en el éxtasis de haber hallado una eclesiología separatista y pura, contiene sus reacciones afiladas contra el culto institucionalizado, ritualizado y formal. Grebel ve en la liturgia habitual de su tiempo muchos «ritos y ceremonias humanas, poco provechosas y nada cristianas», que por error se tiende a confundir con los medios necesarios para obtener la salvación. En el ardor de su reacción, llega a opinar que habría que suprimir los cánticos en el culto público: «No hallamos en el Nuevo Testamento enseñanzas acerca de cánticos ni ejemplo de que se cantara». Empleando una hermenéutica a todas luces forzada, Grebel opina que Pablo sólo instó a los cristianos a cantar «en el corazón», es decir, en silencio. Todo lo que la Escritura no manda expresamente debe considerarse prohibido, con tanta claridad como si pusiera claramente «No cantarás». Influenciado sin duda por algunas ideas del Reformador Ulrico Zuinglio, las de Grebel nos brindan una mirada interesante al radicalismo de las reacciones anabaptistas [4]. Cuando la Comunión, pone más adelante Grebel, «Tan sólo se emplearán las palabras de Mateo 26, Marcos 14, Lucas 22 y 1 Corintios 11; ni más ni menos. El sirviente de la congregación (der diener uss der gmein) las pronunciará, leyendo de los evangelios o de Pablo». «Esto eliminará la adoración y garantizará un verdadero conocimiento y entendimiento de la Cena». «Hay que comer y beber en el Espíritu y en amor» y «con gozo». «Nos será por significado de que ciertamente somos un pan y un cuerpo y que pensamos ser unos con otros hermanos de verdad. Pero si se llegase a encontrar alguien que no tiene en mente vivir la vida hermanada, el tal come para su propia condenación. El tal mancha de vergüenza el vínculo interior, que es el amor; y el pan, que es el vínculo exterior» [5]. Para Grebel, «la cena […] no es un sacramento». Puesto que es —y esto es importante— una «exhibición de unidad», «nadie debe recibirla a solas, ya sea en su lecho de muerte o en cualquier otra circunstancia». Debe celebrarse con mucho y frecuentemente aunque no «en templos, pues eso crea una falsa adoración». Es interesante observar que Miguel Sattler también recomienda que la Cena se celebre «siempre que los hermanos se reúnen» [6]. En todo lo que atañe a la vida de iglesia, el principio de fondo es «funcionar tan sólo conforme a la Palabra, y tomar y establecer de la Palabra los ritos de los apóstoles». Esta restricción indica un valor fundamental de las Escrituras como punto de partida para el culto: «Emplear la Palabra para formar la Iglesia de Cristo». Hemos de reunirnos en torno a la Palabra, que se hizo carne. El primer bautismo de 1525 sucedió en un grupo de estudio bíblico que estaba debatiendo una redefinición de la autoridad eclesial. Poco después, cuando algunos miembros del círculo de Blaurock, en Zúrich, habían sido arrestados y puestos en libertad, se reunieron y «hablaron tanto de Dios» que al final «les entró el anhelo de la mesa de Dios» [7]. La «Confesión de Schleitheim» de 1527 tampoco muestra interés en la forma ritual sino en definir quiénes pueden participar. El bautismo se brinda a todo aquel que haya sido instruido en arrepentimiento y enmienda de vida y que cree sinceramente que sus pecados han sido borrados por Cristo; y a todo aquel que desea andar en la resurrección de Jesucristo y ser enterrado con él en la muerte, a fin de resucitar con él; a todo aquel que entendiendo así las cosas, lo desea y nos lo pide [8]. En cuanto a la comunión, no hay instrucción acerca de cómo realizarla pero sí se expresa que los que desean participar «deben estar de antemano unidos, mediante el bautismo, al único cuerpo de Cristo, que es la congregación de Dios, cuya cabeza es Cristo» [9]. El autor de la Confesión, Miguel Sattler, escribió que la congregación «debe reunirse como mínimo tres o cuatro veces a la semana, para ejercitarse en la enseñanza de Cristo y sus apóstoles y para exhortarse unos a otros a permanecer fieles al Señor, tal como han prometido». Cuando se reúnen, los hermanos y las hermanas han de «hacer alguna lectura. Aquel a quien Dios haya dado el mayor entendimiento deberá explicarla; los otros deben escuchar en silencio, no sea que haya dos o tres conversando aparte en privado, molestando así a los demás. En cuanto al Salterio, debe leerse a diario en casa». La frivolidad, siempre según Sattler, no debe aparecer en la vida de la iglesia [10]. «Ruego a Dios —escribió Pilgram Marpeck, siempre de temperamento menos duro— que no me permita apartarme de tal asamblea y compañerismo del Espíritu Santo, no importa quiénes sean ni dónde se reúnan en todo el mundo. Espero encontrarme en su comunión y someterme a la regla del Espíritu Santo de Cristo en obediencia a la fe» [11]. Otra voz medida, de entre los primeros líderes anabaptistas, fue la de Pedro Rideman, que escribió: «Tenemos un día de descanso en el que poder leer la Palabra del Señor y escucharla, y así reavivar nuestro corazón para seguir en la gracia de dios. Guardamos ese día para ejercitarnos en la Palabra de Dios» [12].
Una vista fugaz e impactante del culto anabaptista temprano Dos informes gubernamentales de una importante reunión de anabaptistas en Estrasburgo el 25 de julio de 1545, nos brindan sendas apreciaciones interesantísimas de la mentalidad de los primeros anabaptistas. Dicha reunión secreta acaeció en las afueras de la ciudad, de noche, en un bosque junto al río Bruche en Eckbolsheim [13]. El primer informe es bastante escueto. Al sonido de una vara golpeando el tronco de un árbol, unas 300 personas emergieron del bosque para reunirse en un claro. A partir de las 10 de la noche se levantó un hombre para predicar hasta la 1 de la madrugada. Alguien sostuvo una luz junto a la Biblia y hubo un encargado de deambular por entre los oyentes con una vara para despertar a los que se quedaban dormidos. En cierto momento se procedió a «instalar» (uffgestellt) a uno del grupo, un tal Barthel, como Vorsteher. Después de la predicación, los reunidos compartieron una cena. El segundo informe, por dos jóvenes, trae más detalles [14]. Los chavales entendieron el sermón, que versaba «sobre los hijos de Israel tanto dentro como fuera de Egipto», como una afirmación para el rebaño reunido de Dios de «que Dios haría lo mismo con ellos, los Bautistas, como el pueblo [Volck] eterno, y que arrancaría y destruiría a todos los otros pueblos que no eran de su religión (puesto que sólo esta era la religión verdadera), como los papistas, luteranos, zuinglinanos y filipistas». Otro tema del sermón fue «el Templo de Dios a partir de Apocalipsis 11, como [se extendía] weit und breit bajo el cielo entero». Lo que Cristo dijo que se construiría sobre Pedro no era ni la «Münster [catedral] ni otras iglesias de piedra». Se trataba de una exhortación a los oyentes para separarse de sus gemeinen naturales, a esta nueva gemein especial. El predicador llegó incluso a alegar «que era imposible hallar a Dios en ningún otro lugar que en el bosque y en la oscuridad». Un segundo predicador dijo que la predicación luterana de que Cristo murió por nuestros pecados era engañosa, en efecto, puesto que debemos «expiar nuestros propios pecados [unser selbs eigen sünde büssen]». En conclusión, el predicador advirtió a su grey: «Que nadie os aconseje falsamente que no nos aprovechan en absoluto nuestras buenas obras». Aunque unas cinco o seis hermanas presentes en la reunión «deseaban el bautismo», se decidió no realizar la ceremonia puesto que el rebaño no estaba todo presente [nit gar beyeinander gewehsen]. En esta versión de lo sucedido, Quitaron a un hermano [llamado Barthel] del cargo de sirviente [Helfferambt] y ordenaron en su lugar a un hermano llamado Pedro, que se quedará en la ciudad […]. También estuvo presente un tal Hermano Claus, que deseaba ser readmitido a la Gemeind. Durante bastante tiempo se resistieron a readmitirlo, porque había vuelto con los luteranos. Al concluir, empezaron a orar por sus hermanas y hermanos. Y especialmente por las hermandades como aquellas de la Alta Alsacia, las de Baden, de Breisach enel Breisgau, y la hermandad de Metz […] Su oración procedió con enorme sinceridad, con exclamaciones a viva voz y llanto. Al amanecer, «se extendió un mantel, sobre el que se dispuso cerveza y pan. Algunos desayunaron, otros no». Es interesante notar que los asistentes trajeron consigo las herramientas de su trabajo como martillos y serruchos, y horquillas, pero no había ni espadas ni puñales. Por otra fuente sabemos que esto les ayudaba a evitar suscitar sospechas cuando se dirigían a los lugares de sus asambleas clandestinas. Además, si alguien se lamentaba, al concluir la asamblea, de no tener herramientas necesarias para su trabajo, siempre se podían hallar entre los hermanos las que necesitaba . Aunque estos informes resultan ingenuos y sesgados, sí toman nota de los rasgos esenciales del culto anabaptista, incluso aunque vistos por personas ajenas a la hermandad. Una vez más vemos el reunirse, la predicación de la Palabra, y el interés en mantener un orden eclesial marcado por la obediencia, la mutualidad y la fraternidad. Una declaración de orden eclesial redactado por los anabaptistas de Alsacia cuarenta años después de la reunión que acabamos de observar, mantiene las actitudes iniciales respecto a sus asambleas [15]. En la Cena del señor «no habrá una regla fija […] en cuanto a si quien sirve rompe el pan o si lo rompe cada cual»; y «a nadie se le obligará a aceptar ninguna costumbre [en particular]» ni forma de celebrar el rito. Lo que importa es la preparación de cada corazón y de la congregación entera. Debe haber una exhortación, previa a la celebración, para que realmente exista «un mismo pan y una misma forma de romperlo». El reunirse y la observancia consciente de «la Regla de Cristo» de atar y desatar, son consustanciales al culto corporativo. Si desapareciera esa conciencia continuada de que Cristo nos está reconciliando consigo y unos con los otros, el culto quedaría incompleto. Por tanto, los «ritos» incluyen el hacer visible la disciplina de la iglesia. Aunque «el arrodillarse y humillarse, por parte de los que han pecado y ahora vuelven con corazones penitentes, debe suceder en la intimidad del corazón y ante Dios», la asamblea, en cuanto comunidad, debe estar al tanto de lo que está sucediendo. «No debe desaparecer la postura real de arrodillarse», alegando que ya ha habido una «experiencia» subjetiva, individualista de humillación ante Dios. Constituye una parte real del culto el compartir esta manifestación visible. Bien valdría la pena observar que en cuanto este compartir visible, en comunidad, de la experiencia del arrepentimiento se tornase un acto punitivo o morboso, la congregación se habrá apartado del énfasis anabaptista original. Se reconoce la soteriología al situar la reconciliación de la cruz en el centro de la experiencia humana. Así en el culto, como en otras esferas, siempre habrá un reconocimiento de la diferencia entre la comunión de la alianza y un respeto del prójimo. Si bien «los hermanos y las hermanas» que han sido admitidos a esta hermandad han de saludarse con «el Beso del Señor» [Küss des Herrn], los que no han sido admitidos a la hermandad «serán saludados […] con las palabras: “Que el Señor te ayude”». En medio de esta seriedad anabaptista, no conviene olvidar nunca jamás el tema reiterado del gozo. «Mi alma se regocija en el Señor» [Mein Seel freut sich in Gott] escribe Félix Manz antes de su ahogamiento en 1527. O los prisioneros en Passau, a principios de la década de 1560, arrancan un himno corporativo que escribieron, anunciando: Mit Freuden wolln wir singen Con gozo gozo hemos de cantar El himno Nº 14 del Ausbund reza: Die beste Freud aus Gottes Wort El mayor gozo viene de la Palabra de Dios El himno Nº 64 contempla el «futuro gozo»: Hertzlich thut mich erfreuen ¡Qué inmenso gozo me trae Also wird Gott neu machen Dios hará nuevas Die ewig Zierheit grosz, El gran encanto eterno Er wird uns unser Leben Entonces él nuestra vida, Da wird man hören klingen Allí se oirá resonar Antes de abandonar estos conventículos escondidos y silenciosos, podemos establecer que en el siglo XVII persistían algunos de estos temas que ya nos resultan familiares. Después del arresto de varios Täufer, que se reunían en una casa en una colina llamada la Dürsrütti, sobre la aldea de Langnau en el Valle del río Emme, de Berna, un poeta local inmortalizó así el evento: En Mateo 5 hallamos Ahora en el año cincuenta y nueve Imposible decirlo más claro: el propósito de reunirse es compartir la Palabra de Cristo. Al hacer esto, nos identificamos con la historia bíblica y participamos nosotros mismos en ella; y muy particularmente, en la historia de los evangelios. Dos años más tarde hubo otro arresto de anabaptistas que también se reunían en una casa, en esta ocasión en la Alta Alemania, al este del Rin y al sur de Heidelberg. Todos habían llegado recientemente, descubrieron las autoridades, como «suizos puros» del Cantón de Zúrich. Habían estado viviendo en ocho «hofs» vecinos, donde se les había permitido alquilar tierras de labranza. Pillados justo cuando empezaban a cantar un himno, confesaron que se habían estado reuniendo así en distintos edificios y en el bosque cercano, durante dos años sin molestar a nadie y sin hacer proselitismo. De hecho, habían estado celebrando sus asambleas en el más absoluto silencio. Cuando se les impuso multas cuantiosas, protestaron que era mucho más que lo que podían pagar. A pesar de lo extremadamente sencillas que eran sus reuniones, no podían vivir sin ellas; y si se les obligaba a abandonarlas, no tendrían más remedio que marcharse a la busca de otro lugar donde vivir [16]. Las miradas fugaces que podemos echar al culto menonita en Pennsylvania en el siglo XVIII nos hacen inteligible el comentario de un observador europeo, de que sus cultos eran «frecuentemente un asunto que invita a quedarse dormido» [17]. No así los de los Dunkers, que eran característicamente mucho más expresivos, incluso frenéticos. Habiéndome criado yo mismo en una comunidad cuyos ministros más ancianos seguían empleando al predicar un canturreo como recitando de memoria, con citas interminables de la Escritura, me he preguntado algunas veces qué es lo que mantenía en pie esas asambleas. Desde luego que no era la calidad de la predicación triste y meditabunda. Pero a la vez, yo podía notar el poder que residía en la asamblea. Era una toma de contacto con la base fundacional de nuestra fe, un volver semanalmente al centro de nuestras vidas, un reconocimiento comunitario de la esfera invisible de la realidad espiritual a cuyo amparo se desarrollaba nuestra existencia. Nuestra disposición a reunirnos así, sin el beneficio de la estética, pudo parecernos, en parte, una confesión de la profundidad de nuestra fe. Pero históricamente, la cualidad no emotiva, como recitada de memoria, de nuestro culto, con sus predicadores sin formación académica que unían un versículo bíblico con otro interminablemente, acabó constituyendo una invitación abierta a grupos eclesiales más evangelísticos y expresivos, como los Dunkers, Moravos o Hermanos Unidos. En la década de 1760, hubo quienes, hambrientos de una participación más emocionante en el culto, respondieron entusiastamente a la predicación apasionada de Martín Boehm, que había sido ordenado antes como ministro y obispo por los Menonitas del sur del Condado de Lancaster hacia el tiempo de la Guerra de los Franceses e Indios. Saliéndose del discurso monótono habitual, Boehm se halló de pie en medio de la congregación, con la gente llorando de emoción desacostumbrada, y eso le pareció apropiado. Aunque según él, toda esa exaltación de sentimientos era «totalmente novedosa», el caso es que venía siendo frecuente entre «los ingleses» del Condado de Lancaster desde las visitas de Jorge Whitfield dos décadas antes. Las escenas de avivamiento en la casa de Boehm, de hecho, fueron una parte de los comienzos del Metodismo en el condado. Con el tiempo emergería una forma ritualizada —las «reuniones de experiencias sentidas»— a partir del ministerio de Boehm y otros predicadores de los «Hermanos Unidos». Entonces vino a ser habitual en los cultos, que las personas narrasen el testimonio de sus experiencias de conversión. Cualquiera que haya oído los remanentes pervivientes en el siglo XX de aquel fenómeno, podrá reconocer sin problemas las formas. Esto halló resistencia entre los líderes menonitas más tradicionales, como el obispo Christian Burkholder en 1792; y en fecha tan adelantada como 1880 todavía se podía oír al presidente de la Conferencia Menonita de Lancaster advertir a sus colegas en el ministerio a predicar «el evangelio de la verdad y no sólo experiencias personales» [18]. Un siglo después de aquello, sin embargo, yo escuchaba a un colega en el ministerio implorar a Dios que concediera a la congregación sentir «una buena experiencia de culto»; y el surgir frecuente de «centros de adoración» con nombres no geográficos a partir de los años 1970, parecería indicar un anhelo irreprimible de experimentar expresiones abiertas de emoción «en la iglesia». Entre tanto, ciertos vestigios de los escrúpulos anabaptistas de tendencia más callada se mantienen asombrosamente fuertes en el culto de los grupos Old Order [menonitas y amish «del viejo orden»], desde Ontario hasta Indiana. Sigue existiendo, en los grupos más conservadores, la preferencia o incluso la regla de siempre escoger el texto a predicar de los evangelios, relegando el resto de la Escritura a un papel francamente secundario, de apoyo. Cierto comentario por un «Menonita Stauffer» en los 1990, nos ayudan a entender el panorama. Su comunión conservadora, según recuerda, tradicionalmente solía sentirse incómoda cuando el ministro basaba su sermón demasiado en el Antiguo Testamento. De hecho había que tener cierto cuidado con exagerar el empleo de los apóstoles. Todos los textos para el culto habitual en la iglesia venían de los cuatro evangelios. Parece ser que mantenían en muy particular estima el Sermón del Monte, seguido de cerca por el resto de los textos de los evangelios. Después las epístolas, y por último el Antiguo Testamento y los escritos apócrifos [19]. Una lista de los himnos apropiados para ciertos textos sobre los que predicar, en un apéndice a la edición de 1821 del Unpartheyisches Gesangbuch (1ª ed., 1804) de los menonitas de Lancaster, confirma esta regla. Un buen resumen de los valores del culto tradicional entre los menonitas de Lancaster fue redactado hacia 1940 por un menonita nacido en 1884, que recordaba el culto de su juventud en la congregación de Weaverland [20]. «No se apartaba» —según recuerda— una hora fija para empezar el culto. Cuando los que dirigían los himnos pensaban que había bastante gente presente, uno de ellos anunciaría un himno y empezaría a cantar. Tanto quien dirigía el himno como la congregación entera permanecían sentados. Al cabo de entonar varios himnos, los predicadores y diáconos entrarían en el auditorio y ocupar sus lugares en el banco de los predicadores. Cuando concluía el tiempo de cantar, los ministros se hacían cargo del resto de la reunión. A continuación venían algunos «comentarios de apertura a cargo de uno de los predicadores». (En épocas anteriores solía haber un breve sermón inicial, sin un texto bíblico en particular.) A continuación, oración en silencio, con la congregación de rodillas. Luego un diácono leía una lectura de la Escritura, escogida por el ministro que iba a predicar el sermón principal. Se decía que ese ministro «tenía el texto». Al acabar su prédica, solía dejar «libertad añadida», es decir, una invitación para que cualquiera de los otros diáconos y ministros presentes dieran fe de la veracidad de su discurso. Todos los ministros y diáconos, sin ponerse de pie, «testificaban» expresando su aprobación del sermón y añadiendo frecuentemente algunos comentarios propios adicionales. El predicador principal procedía entonces a responder agradeciendo aquellos testimonios, añadiendo a veces algunos comentarios más antes de indicar a la congregación que se arrodillaran otra vez. A veces pedía a otro de los ministros a que orara en voz alta. Al concluir la oración el predicador o indicaba un himno que él había elegido como apropiado para el tema, o bien permitía que el encargado de dirigir los himnos escogiera uno. Si el predicador principal era en efecto alguien que estaba de visita, de una comunidad hermana, ahora uno de los ministros del lugar se ponía en pie y lo «presentaba» después de los hechos, presentando también cualquier otro ministro o diácono que estuviera visitando, y añadía cualesquier anuncios fueran necesarios. Concluidos los anuncios el que había predicado se ponía de pie, indicaba a la congregación entera que se levantara, y pronunciaba la bendición. «Antiguamente la congregación solía levantarse después de la oración final y permanecía de pie dando la espalda a los predicadores mientras se pronunciaba la bendición. Y entonces todos se volvían a sentar para el himno final. De manera que no se cantaba ningún himno desde que el ministerio se hacía cargo de la reunión y hasta después de que se pronunciara la bendición». La cuestión de la unidad y de entregarse a lo que se proclamaba a partir de la Palabra inundaba el culto entero. Amós B. Hoover, un historiador de los Menonitas del Viejo Orden, indica que cuando se produjo cierto desacuerdo en la congregación menonita de Weaverland y parte de la congregación no estuvo de acuerdo con la postura del obispo [21] «a veces tanto como la mitad de la congregación no se arrodillaba para la oración final de los cultos». Hoover procede a observar que: Era la costumbre entre los menonitas suizos, tal vez un principio de su fe, que los niños no se arrodillaban para la oración ni tampoco lo que no eran miembros, ni aquellas personas que pensaban que el ministro erraba. Los menonitas en general abandonaron esta costumbre con la salvedad de los Menonitas del Antiguo Orden en Virginia. El método original para invitar a la iglesia a arrodillarse, sin embargo, sigue muy vigente entre las iglesias del Antiguo Orden, donde el ministro suele decir: «Wonn dir mit ihr ehns und ehnig sin, so kommt laset uns bete» (Si estáis en unidad y armonía conmigo, oremos) [22]. La cuáquera Sandra Cronk ha hecho un análisis complaciente de «Ritual e interpretación mítica» entre los Amish y Menonitas de Orden Antiguo. Halla que el tema motor es Gelassenheit, que a mi juicio ella ha situado al centro de una comprensión de los descendientes quietistas de los anabaptistas originales. De hecho, «el movimiento de Orden Antiguo surgió en iglesias tanto Amish como Menonitas, para proteger lo que había venido a ser un sistema ritual tradicional basado en la Gelassenheit» [23]. Visto positivamente, la sencillez estricta del culto manifiesta muchos valores espirituales relacionados. El reunirse en casas de particulares o en una «casa de reuniones», los creyentes sitúan los sagrado en la vida de la comunidad en lugar de imaginar que se halla en un edificio. Aunque se considera que no son litúrgicos, Cronk halla formas muy específicas por las que la lectura de la Escritura, la predicación y los cánticos se realizan como «rituales religiosos en el sentido más hondo de esa palabra» [24]. La antigüedad de los cánticos del Ausbund, la extrema lentitud con que se entonan, conservada también de una era premoderna, guardan relación con la Gelassenheit. Desde luego hay que hacer entrega sumisa de la predisposición moderna a las prisas o los impulsos personales, para sumarse a esta experiencia compartida, impregnada de paciencia. Cronk podría haber mencionado que al seguir utilizando el Ausbund, los Amish hacen suyas las expresiones idiomáticas de los primeros líderes de su comunión. El empleo de dos sermones enfatiza la centralidad de celebrar un encuentro con la Palabra en el culto comunitario. Puesto que los sermones repiten las historias bíblicas, el pueblo aprende mientras adora. En realidad, aprender puede ser una forma de adoración: el culto es «el medio principal de educación de los miembros acerca de cómo vivir en conformidad con las leyes de Dios expresadas en la creación» [25]. Los conceptos presentados vienen de la «interpretación de la vida, las enseñanzas y la muerte de Cristo». Aunque los adoradores no representan ni reproducen los detalles de la vida de Jesús, sí que «intentan encarnar el patrón subyacente de la vida de Jesús, de entrega a favor de los que ahora participan» [26]. Aquellas celebraciones especiales que tienen —y la de mayor impacto dramático es la de «ordenación»— vienen a estar «unidas estrechamente al funcionamiento correcto del orden social». «Incluso la manera de sentarse para el culto reconoce la importancia fundamental del papel de los adoradores en este orden» [27]. Y «elevar el [rito de] visitarse unos a otros al mismo nivel que el culto, puesto que mantienen un ritmo de alternancia entre una cosa un domingo y la otra el domingo siguiente, ayuda a reconocer el significado de la red de relaciones sociales en la comunidad como encarnación del amor y de la negación del poder personal». Por último, Cronk medita sobre el hecho de que los Amish siguen manteniendo el comer juntos después del culto, lo cual es una continuación del modelo que ya observábamos en las afueras de Estrasburgo en 1545. Aunque no viene a constituir una parte del culto propio como lo es el «Banquete de amor» de los Hermanos, esta comida compartida tiene, sin embargo, el mismo significado. «Es una expresión corporativa de la comunión, una representación concreta a la vez que altamente estilizada, del amor y la comunión en el cuerpo de Cristo». El menú de la comida (una comida plena, no sólo simbólica) es siempre el mismo, lo cual tiene un valor ritual. El caso es que quien hoy día visita un culto de los Amish experimenta un ambiente de pensamiento y sentimiento que todo lo penetra. La predicación canturreada; el ejemplo a veces impresionantemente hogareño, como cuando un predicador dice que se le ocurrió ayer que el aliento que respiró Dios en la nariz de Adán era el mismo aliento que siente él en sus propios pulmones ; los cantos lentos y reverentes; la sorprendente genuflexión que se extiende por el salón como una ola expansiva entre los adoradores en pie, al concluir la última oración. El culto Hutterita también está empapado de sencillísimos modismos. El sonido estridente de las voces femeninas al entonar las canciones (un Hutterita tal vez alegue que no es más que una continuación de la vehemencia con que los mártires anabaptistas cantaban en la prisión, esperando ser oídos por sus correligionarios); los sermones escritos —en gran medida una concatenación de versículos de la Escritura— leídos de forma ritualizada desde manuscritos antiquísimos; la rigidez con que se arrodillan, sin inclinarse ni apoyarse. En mi comunidad Menonita los últimos treinta y cinco años han supuesto unos cambios importantísimos en las formas del culto. Como ilustración, valga una experiencia que viví el Viernes Santo de 1967 en la casa de reuniones menonita de Franconia. Se me había pedido predicar pero cando los diáconos, ministros y obispos se reunieron en un círculo en un cuarto pequeño contiguo al auditorio, quince minutos antes del comienzo, seguía sin decidirse quién sería el encargado de pronunciar el «devocional». Cada hermano cedió la palabra al siguiente hasta que por fin hubo uno que aceptó el encargo. Entonces surgió la idea de entonar un himno en alemán, puesto que esta era una reunión tradicional de singular importancia y la congregación aún no había acabado del todo de cantar de vez en cuando un himno alemán. Por desgracia, el único de los cantores de la comunidad capaz de guiar los cánticos en alemán no estaba presente, de manera que me preguntaron si podría hacerlo yo. Cuando les confesé que no conocía la melodía, mandaron llamar a un diácono ancianito, que entró al cuartito y me lo cantó. Una vez que pensé que me lo sabía, él volvió a su asiento. Desafortunadamente, cuando llegó el momento de cantarlo, se me había olvidado la melodía. No queriendo desairar a la congregación, abrí la boca y entoné la primera sílaba con una nota mediana, ni grave ni aguda. Tal como esperaba, la congregación arrancó a cantar con entusiasmo y yo, que seguía aparentando guiar, me limité a imitar lo que cantaban. Hoy día, aunque preferimos que haya más momentos sorprendentes, estamos protegidos de que surjan situaciones de emergencia por la labor competente de «comités de adoración». Donde Ulrico Zuinglio empezó su Reforma apartándose de las lecturas canónicas, hoy lo tenemos todo organizado, un auténtico culto de diseñador [28]. No haríamos mal en comparar nuestra manera presente de proceder con otros tiempos cuando no teníamos todas las comodidades, cuando la dimensión de la corrección profética no había desaparecido en beneficio de la urbanidad y el buscar sensaciones placenteras en el culto, cuando el culto corporativo sólo era posible tan infrecuentemente que era hondamente anhelado, y cuando el tema lo era todo. He estado presente en cultos de Comunión en Pennsylvania y en Indiana donde los ministros reiteradamente instaban a la congregación a «relajarse y ponerse cómodos». Habiendo sido nutrido espiritualmente en los días anteriores a los comités de adoración, he osado preguntar alguna vez a los comités de adoración si se les había ocurrido dejar algún resquicio por donde se nos pudiera colar el Espíritu Santo. Un elemento clave para comunicar el valor del culto, especialmente si el ritual es austero, es dejar lugar para la experiencia de amor que puede sentir quien participa. Sobre este particular, recuerdo bien una anécdota que me contó un líder de los Hermanos, Earl Fike. En su primer «Banquete de amor», con acaso unos diez años de edad, su abuelo le guió por la experiencia de sacrificar un cordero, venir a la mesa, escuchar el sermón, etc. Luego los dos se emparejaron para el rito de Lavamiento de pies. En medio de esta experiencia solemne y novedosa (para el niño), cuando el abuelo hubo secado los pies del niño con la toalla, metió un dedo por debajo de la planta del pie y le hizo cosquillas —sin que se le escapara una sonrisa. El amor del Banquete y del Cristo del Banquete se fusionaron, en la experiencia y memoria de aquel niño, con ese maravilloso amor de abuelo. Ahora, al concluir, ofrezco el segundo de los dos himnos que prometí. Se trata del primer himno del nuevo himnario conjunto de los Hermanos y los Menonitas. El editor Kenneth Nafziger dice que su reacción inicial al oírlo cantar fue tan emocionada que no pudo sumar su voz a las de los demás: era tal el grado de acierto en cuanto a lo que decía. La propia ironía de que el autor (1986) es un hermano de la confesión católica, le da especial riqueza. Es apropiado para el entorno más sencillo imaginable: «sólo una casa… sin embargo…». Esto es todo lo que los anabaptistas hubieran deseado: La presencia de Dios, la Palabra de Dios, la justicia de Dios, la paz de Dios. Cuando tenemos esto, lo tenemos todo. Aquí no hay pobreza de visión. Ningún recordatorio aparatoso de que hay que incluir la debida «espiritualidad» en la «experiencia» de culto. Podemos adorar, podemos maravillarnos, con plena gratitud y plena imaginación. What is this place where we are meeting? ¿Qué es este lugar donde nos encontramos? Words from afar, stars that are falling, Palabras lejanas, estrellas fugaces, And we accept bread at His Table Y aceptamos el pan en su Mesa ¿Qué es lo que buscan los anabaptistas en su culto? Sentir cómo la Palabra hace su obra: reconciliando, derritiendo y renovando para crear un nuevo orden: corrigiendo, prometiendo una nueva esperanza y guiándonos a perdonar. Cuando sucede eso, entonces podemos cantar con Isaac Watts, en la sencillez de su capilla de Disidentes: Oft have I seen thy glory here, Muchas veces he visto aquí tu gloria,
1. Ausbund, Das ist: Etliche schöne Christliche Lieder (Germantown, Pa.: Christoph Saur, 1742), himno Nº 131, pp. 770-1. 2. Traducido aquí de la traducción al inglés que provee Ruth [«O Gott Vater», Hymnal Selections (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1992), I, 11 (serie de audiocassettes emitidas en conjunción con: Hymnal: A Worship Book)], a saber: Oh God, Father, we worship you, / And celebrate your goodness. / Which you, O Lord so graciously / Anew have shown us. / And have together led us here, / To be admonished by your Word; / Give us grace to receive it. / Open your servants’ mouths, O lord, / And thereto give them wisdom, / That they may rightly speak your Word, / That leads to righteous living. / And fitting is to give you praise / Give us the hunger for such food, / This is our true desire. / Give understanding to our hearts, / Light for our earthly journey, / That your Word might be known in us, / Leading to pious living / And living in true righteousness, / Always attentive to your Word— / Thus undeceived remaining. / Yours only is the Kingdom, Lord, / And also yours the power; / We praise you in the fellowship / And thank your Name together, / And pray to you from depth of heart, / Abide with us here in this hour, / Through our Christ Jesus, Amen. 3. Dennis D. Martin, «Catholic Spirituality and Anabaptist and Mennonite Discipleship», Mennonite Quarterly Review 62 (January 1988), p. 8. 4. J. C. Wenger, trad., Conrad Grebel’s Programmatic Letters of 1524 (Scottdale, Pa.: Herald Press 1970), pp. 15, 19. 8. «Union fraternal de cierto número de los Hijos de Dios sobre siete artículos» («Brotherly Union of a Number of Children of God Concerning Seven Articles»), ed. y trad. al inglés por John H. Yoder, The Legacy of Michael Sattler (Scottdale, Pa.: Herald Press, 1973), p. 36. 11. Citado por John R. Martin, «Anabaptist Spirituality» (ponencia presentada en una «Consulta menonita sobre espiritualidad» en Ashland College, Ashland, Oh., los días 14-16 de agosto, 1986), p. 7. 12. Cita de Pedro Rideman en Paul M. Miller, «Worship Among the Early Anabaptists», Mennonite Quarterly Review 30 (octubre 1956): p. 246. 13. «Zeugenverhör über eine Widertäuferversammlung in Strassburg», copia de transcripciones entregadas por Jean Roth, de Estrasburgo, con la siguiente indicación en cuanto a sus fuentes: «Auszug Wenckers aus den nicht mehr vorhanden Protokollen der Strassburger (Wiedertäuferherren): Str. Th. A. 176 (Var. eccl. XI), fº 379 rº - vº». 14. Transcripcioón de «Aussagen zweier Zeugen über die Täufer Versammlung vom 24/25. Juli», entregado por Jean Roth, de Estrasburgo, donde indica la fuente como: «Verhör wiedertäuffer betreffend den letzten Julij anno 1545. Productum vor rhät und XXI den 1 augusti anno 1545. Str. th. a. 176 (Var. eccl. XI) fol. 379 vº - 380 vº». 15. H. S. Bender, «The Discipline Adopted by the Strasbourg Conference of 1568», Mennonite Quarterly Review 1 (January 1927), pp. 64-5. 16. Ernst A. Correll, Das Schweizerische Täufermennonitentum (Tübingen: J. c. B. Mohr, 1925), p. 81. 17. Der durch Europa und America aufmerksameReisende (Altona: Johann L. Richter, 1777), citado en Donald F. Durnbaugh, ed., The Brethren in Colonial America (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1967), p. 124. 18. «Conference», Herald of Truth (May 1880), p. 91. 19. Enos E. Stauffer, Die Briefe an David Stauffer (Port Treverton, Pa.: Enos E. Stauffer, 1990), p. 737. 20. A. Martin Wenger, «The Church Service of the Mennonites of Lancaster County, Pennsylvania», Mennonite Historical Bulletin 2 (April 1941), pp. 1-2. 21. Antiguamente se designaba así («obispo») a alguno de los predicadores ordenados en ciertas iglesias menonitas. Sus responsabilidades eran más o menos análogas a las de «ancianos» o «pastores» hoy día, en un ministerio normalmente compartido y colegiado, donde todos eran granjeros y nadie vivía del ministerio. [N. del tr.] 22. Amos B. Hoover, The Jonas Martin Era, Presented in a Collection of Essays, Letters and Documents That Shed Light on The Mennonite ChurchesDuring the 50 Year Ministry (1875-1925) of Bishop Jonas H. Martin (Denver, Pa.: publicado por el autor, 1982), 409. 23. Un término alemán de espiritualidad anabaptista, que normalmente se deja sin traducir. Viene a significar algo así como entrega o sumisión a Cristo. (N. del tr.) 24. Sandra Cronk, «Gelassenheit: The Rites of Redemptive Process in Old Order Amish and Old Order Mennonite Communities» (Ph. D. diss.: Divinity School of the University of Chicago, December 1977), p. 157; véanse también las pp. 124-157. 28. En la Biblioteca de Bethel College, en Kansas, hay copias de dos disertaciones doctorales sobre comités de adoración: gary Harder, «Touched by Transcendene—Shaping Worship that Bridges Life and Faith. The Worship Committee: An Idea Whose Time has Come» (St. Stephen’s College, 1986); y Ronald A Krehbiel, «A Study and Proposal of congregational Involvement in Worship for a General Conference Mennonite Church» (San Francisco Theological Seminary, 1977). |